5 may 2010

AMORES PLATÓNICOS


Cada vez que Diana muestra aquel objeto a sus amigas, se cuida bien de desvanecer la mentirosa leyenda y referir a éstas la verdadera causa de aquel premio. Es una aureola en su pulsera que le obsequiaron en el colegio, pero muy pocos saben, entre sus compañeras más antiguas la canción que ésta encierra; muy pocos conocen las circunstancias en que Diana recibió semejante galardón y las que están íntimamente en secreto, se maravillan con esto de cómo aconteció esto.


Diana empezó a ser menos reserbada por Sergio, cuando todavía su alma no había sido turbada por ningún espermesimiento de amor… Sergio era, pues, “El primero” y ya se sabe que en estos momentos ser el primero no es cosa de poca importancia.

Diana no había sido enamorada antes, debido a que su tiempo siempre fue dedicado a sus estudios y a su hogar y que a ella no le gustaba sal

y despabilada, sino que por algo estaba escrito que Sergio fuese el primero en enamorarse en aquellos ojos rasgados con un llamado con todas las ternuras del ser.


Este la asediaba, pues, al volver del colegio, en las calles por donde ella debía pasar en frente de su ventana, done Diana ejercía de tiranuela antojadiza.


Diana, al principio, era incomparablemente picara. Comprendiendo los juegos disimulando de su galán, emprendidos para proporcionar las entrevistas, para saludarla, ella se divertía exasperándolo, aprovechado una coyuntura fútil para trastornar el ansiado acuerdo, o para esquivar los saludos del mazo – aunque los estimase con orgullo – tan solo por un placer malévolo.


Simpatizaba con él, pero todavía no le amaba, y así obedecía a su cruel instinto de indiferencia, al jugarse tan locamente con sentimientos que alcanzaban, no obstante, una solemne importancia. Y yo podría ser de otra manera, cuando comenzaba a despertar, apenas, a la adolescencia, aún no había sido tocada certeramente en lo profundo del ser.


Harto lo sospechaba el mazo, y más que esto la esperanza de una felicidad no lejana y el alago de su virginal conquista le sostenían.


No pocos desdenes ficticios, no escasos fingimientos le dieron, sin embargo, a probar el jugo amargo del recelo, y el resquemor de sospechosos desengaños le hizo titubear: pero aquellos ojos agarenos guardaban tan delicado encanto, que al mismo tiempo Sergio sabia de Leticia extremadas.


Tiene si se quiere el sobresalto de amor, mas encante aun y mayor fuerza para embriagar el alma, torturándola, que el blando sosiego de la pación inalterable. Atan más fuertemente las semitorturas de un amor escolloso y perturbable, que las absolutas complacencias, en cuyo fondo duerme, como un rezago temible, la satisfacción. Un amor satisfecho que discurre plácidamente como las aguas que remansan, está más cerca de la muerte que un amor agitado por dulzuras y acritudes aventureras, como agua del arroyo sacudida en los pedruscos.



Diana, la chiquilla loca, martirizaba crudamente a Sergio, al mismo tiempo que le brindaba en sus brazos el amor que nadien le dio a Sergio un señuelo enloquecedor: Destellos de miradas que tenia juegos violentos y penumbras fúlgidamente estrelladas; Sonrisas en que los labios se plegaban, embebidos de voluptuosidad, sangrante sobre la dentadura florida


Entre las amigas se corrió la vos del noviazgo. Fue una celebración en que las albricias y los júbilos desbordaron, mientras que la enviada anduvo solapada dentro de los corazones. Porque ninguna de la amigas consideraba menor su derecho a la ventura, como si por sobre ellas no brillase, con soberbia razón, aquel primor de hechizos que requerían triunfal tributo.


El tiempo llego en que un algo fue despertado, insensiblemente, en el corazón de la chiquilla; al propio tiempo que gallardeaba su busto en la graciosa curvatura de las manzanas primeriza. Algo hablaba debajo de aquel corpiño con voz nueva; algo inquietaba, como las alas de una libélula que quisiera ensayar su primer vuelo. Oleadas de realzantes rubores sonrojaban la mejilla de y Diana a presencia de Sergio. Y su corazón se ponía a latir fuertemente, como un pájaro que estuviese allí dentro. Era menos dueña de si se iban tornando más pensativas y menos vivarachas. Sus ojos; Antes abiertos a la vida, con esa franqueza de las primeras edades, iban velando de pensamientos y de sueños, como esos pozos tranquilos que duermen a la sombra de los ramajes frondosos. Así, de alegre, se iban cambiando en taciturna, de locuaz se tornaba en silencias, de atrabiliaria en regocijada… advirtieron aquel cambio las amigas y trataron de disuadirla de su pensamiento tonto, que la iban volviendo esclava de otro ser, el cual - ¡ellas no lo dudaban! – la arrojaría más tarde al desengaño, asiendo burla de ella y arrancándole lágrimas.


¡Lagrimas! Diana decidió arrancar sus ojos de lágrimas. Era la más estupenda ablación para su adorado; y se dolió, sinceramente, de no tener motivo para ello. En tanto, la vos inquietante de su interior, débil y remisa, era cada vez mas imperiosa. La chica suspendía por grados su alma en la persona de Sergio. Todo en él: Sus miradas, su cabellera rizosa, que peinaba con la delicadeza de un dandy, su continente gallardo, su fino bozo, su rostro moreno, sus labios sensuales, todos sus gestos, absorbían el alma de Diana que ya había cumplido quince años, cuya belleza de promesa sonriente se había transformado ya en realidad gloriosa. Diana se sazonaba como un fruta, esta radiante de belleza.


Ya en el furioso latir de aquel corazón, que se abría como un huésped deseado y temido a la vez, aragüeño y pesaroso, precipitaba su ímpetu: ya el vuelo suave de libélula que rozaba aquel seno temprano, no era un cosquilleo tímido, sino un impulso ferviente, una violenta agitación, como si todos los serafines volasen allí dentro repartiendo la música trastornadora de sus arpas celestes.


En señoría del amor, Diana tenía más esplendida belleza. Y si antes hacia la tiranuela con Sergio, éste la preocupaba ahora intensamente. Si, chiquilla se divertido martirizando al novio, cuando hacia la tornadiza o indiferente, ahora se exremecia de temor si alguna sospecha asustadiza la hace recelar. Un día por su ausencia- ¡Cuantos sinsabores probaría Sergio para privarse de ver a Diana aquella tarde! – esta lloro, silenciosamente, mordiendo el extremo de su pañuelo adorado, mientras que en un crepúsculo tardío apagaba en el cielo su rubor, dulcemente moribundo.


Desde aquel día, Diana pudo llorar con su felicidad – las lágrimas le estaban siempre prontas- y ella rendía, por cualquier sutileza, este supremo tributo de amor a su adorado, como sabia antes pagar el incansable tesoro de sus rizas, a la fobidilidad y abandono amado por sus amigas.


También acostumbrada a suspirar a menudo, y adquiría el habito decorativo de mirarse las uñas, lentamente sonrojadas, teniendo el regazo las manos suaves, levantando la cabeza y disparando miradas hacia el vacio, con una vaguedad indecible y poniéndose sumamente pálida.


Las maestras echaron de ver en ella la intempesta transformación. Elemento de desorden y foco de travesuras endiabladas, Diana, las profesoras se maravillaron de aquel cambio que sosegaba, a tal punto, su carácter, como la corriente que se explaya en el regazo de una hondura, formando el mozo que sueña con las nubes.


Por el alma de Diana también pasaban nubes. Los vaporos celajes de la ilusión, que también se arrebujaba en conflagraciones e poniente, formando alcázares maravillosos: nubecillas albas y ligeras, como una sonrisa de felicidad, que surcaban aquel cielo sereno como velas resientes en el mar.




ELABORADO POR:

Yesenia León
Gerson Labrador

9A

1 comentario:

  1. DEBEN CORREGIR LA REDACCIÒN, DESDE EL SEGUNDO PÀRRAFO ME PERDÌ, PORQUE NO ENTIENDO A QUE SE REFIEREN

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